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La gran apuesta que significó el Gran Premio de Las Vegas nos entregó como premio el segundo lugar del campeonato mundial de pilotos, que queda en manos de un mexicano: Checo Pérez.
Matemáticamente la diferencia en puntos con la que termina sobre su peligroso rival, el siete veces campeón, Lewis Hamilton, es irremontable. No toma mucho comprender la magnitud de este logro porque no ha habido piloto mexicano que pueda presumirlo y el club al que accede Checo es uno muy exclusivo.
Es condición humana pensar que quizá en su momento pudo haber aspirado al campeonato y enseñó que tenía las armas para pelearlo en el arranque de la temporada; sin embargo Checo pareció sucumbir a su canto de las sirenas y a partir de Miami, con un resultado que lo decepcionó, perdió enfoque y motivación.
La racha negativa que vivió llevaba el sello de su inconformidad y solamente fue tras la pausa de verano que la dejó atrás para retomar su forma competitiva inicial.
Esa competitividad y su mentalidad de no claudicar le hizo y nos hizo olvidar que lo que estaba haciendo era el trabajo que de él se esperaba, pero probó los mieles de la victoria y quiso más. Todo esto regresará una vez y otra vez a su mente y de la negación pasará a la aceptación.
Ahora, gracias a lo que hizo, el futuro vuelve a ser prometedor y lo más importante, vendrá acompañado de una nueva oportunidad, con más experiencia y madurez, habrá que tomarla por el cuello. Así de claro.